Carlos Albornoz Guerrero
Quick Facts
Biography
Carlos Albornoz Guerrero es un político colombiano nacido el 23 de julio de 1955 en Bogotá, Colombia. Es hijo de Carlos Albornoz Rosas y Maruja Guerrero de Albornoz; su padre fue Ministro de Estado, Gobernador de Nariño, Embajador y en muchas ocasiones Senador de la República.[cita requerida]
Cargos ocupados
- 1978 - 1980 Diputado en la Asamblea de Nariño[cita requerida]
- 1980 - 1982 Presidente de la Asamblea de Nariño[cita requerida]
- 1980 - 1981 Alcalde de la ciudad de Pasto[cita requerida]
- 1984 - 1985 Representante a la Cámara[cita requerida]
- 1982 – 1983 Gobernador de Nariño[cita requerida]
- 1986 - 1990 Representante a la Cámara[cita requerida]
- 1990 - 1991 Senador de la República[cita requerida]
- 1991 - 1994 Senador de la República[cita requerida]
- 1994 - 1998 Senador de la República[cita requerida]
- 1998 - 2002 Senador de la República[cita requerida]
- 2002 - 2006 Senador de la República[cita requerida]
- De el 13 de septiembre de 2006 hasta el 31 de mayo de 2009 se desempeñó como Director Nacional de Estupefacientes, renuncio por su propia voluntad, al ser acusado y enjuiciado por corrupción en dicha institución.
- En el año 2010 participo en la campaña Presidencial de Juan Manuel Santos.Presidente de la República periodo 2010- 2014
Datos adicionales
Destituido y preso por peculado siendo director de EStupefacientes, como lo ha comprobado la justicia colombiana.
Como Senador de la República, Carlos Albornoz Guerrero ocupó en varias oportunidades la Presidencia y la vicepresidencia de la Comisión de Presupuesto de esa corporación.[cita requerida] En el año 2005 fue designado como primer Vice-Presidente del H. Senado de la República.[cita requerida] En el año 2006 fue designado vicepresidente del Directorio Nacional Conservador.[cita requerida]
Como Director Nacional de Estupefacientes dio un gran discurso en Naciones Unidas A continuación podrán leer el discurso que en el año 2007 el Dr. Carlos Albornoz dio ante Naciones Unidas y fue ovacionado:
"En el convulsionado devenir de los acontecimientos, cuando los viejos principios quiebran su arquitectura, cuando la milenaria cultura se resquebraja al golpe de los aletazos fatales del terrorismo, y bajo el signo de angustia que habita hoy más que nunca sobre todos los puntos cardinales del planeta, congréganse en esta casa grande que es la de las naciones todas, ciudadanos del mundo para reafirmar una vez más su vocación indeclinable de no claudicar en la lucha que desde hace muchos años emprendieron con el noble propósito, de vivir algún día en un mundo liberado de la más vergonzosa y de la más despiadada de las esclavitudes que es la de la droga. Y al llegar a este recinto, no lo han hecho con el apagado rito de los formulismos sin emoción, ni para crear una fecha más en el calendario de los eventos, sino con la profunda convicción en el valor de la dignidad humana; con la renovada esperanza en un mundo cada vez más seguro y cada día más solidario; con la admiración que arranca la imagen de una tarea grande, ahora más urgente con el paso de los tiempos, y más gloriosamente dibujada en el horizonte de la historia. La delegación de Colombia asiste a este evento, con el triste atributo de ser uno de los países que, todavía, mayor cantidad de cocaína coloca en los mercados mundiales; y consecuencialmente, de ser uno de los países que mayormente experimenta los daños sociales, morales, ambientales e institucionales asociados con el narcotráfico. Durante la época de los sesenta, Colombia incursionó en el tema de las drogas como lugar de paso de las sustancias producidas en otras latitudes. A finales de esa época, comenzaron a florecer los cultivos de marihuana y algunos compatriotas encontraron allí una oportunidad inigualable de negocio, alentados por la creciente demanda originada en países desarrollados de los cuales a la vez, habíamos importados muchas de sus expresiones artísticas y manifestaciones culturales. Las familias involucradas en la actividad ilícita se constituyeron en clanes y poco a poco degeneraron en sólidas empresas criminales. Simultáneamente a mediados del pasado Siglo XX, cuando muchos países, especialmente del denominado Tercer Mundo, eran escenario de la confrontación entre las ideologías políticas entonces de moda, en Colombia aparecieron unos movimientos guerrilleros, en cierto modo y medida, externamente nutridos de románticos ideales y de habilitadores recursos “revolucionarios”. Pero a pesar de la generosa financiación externa y del entrenamiento militar que sus integrantes recibían de gobiernos extranjeros, nunca pudieron ni socavar la institucionalidad colombiana, ni mucho menos comprometer el afecto o la adhesión de las grandes mayorías de nuestros compatriotas.
Cuando el proceso histórico universal registró el final de la confrontación entre las potencias que impulsaban sus respectivos modelos institucionales, y la democracia económica y política se impuso como el más aceptable esquema social de convivencia libre de nuestra época, en Colombia, algunos de esos grupos guerrilleros no se extinguieron. Al contrario, redefinieron su dinosáurica figura, y se fortificaron considerable y peligrosamente, al incursionar el mercado del narcotráfico, mandado al lastre los ideales sociales que decían inspirarlos.
A diferencia de la gran mayoría de grupos subversivos armados del mundo, las guerrillas colombianas dejaron de necesitar soportes ajenos. Primero, se alquilaron al servicio de los narcotraficantes, al cuidado de sus cultivos y a la vigilancia de sus laboratorios; y luego, se convirtieron ellos mismos en los prósperos empresarios del ilícito, en eficientes partícipes en cada uno de los eslabones de la cadena delictiva; a tal punto que en virtud a los grandes recursos financieros obtenidos en los negocios del narcotráfico, esas agrupaciones han llegado a ser autosuficientes para el mantenimiento de sus costosas estructuras organizacionales armadas. Para nadie en Colombia hoy es un secreto que estamos frente a una complicada maraña de oscuros intereses, que han dado vida a la organización criminal más poderosa de la que se tenga historia, por supuesto mucho más grande, mucho más eficaz y mucho más temible que los emblemáticos carteles de Medellín y de Cali, reconocidos mundialmente, que causaron tanto daño en Colombia, pero que jamás pudieron amenazar seriamente la estabilidad de nuestras instituciones democráticas.
Claro está y es preciso advertirlo, que las circunstancias internas de pobreza, desigualdad y fragilidad estatal, constituyeron, como pueden constituir siempre y en todo lugar, pretextos útiles, para quienes desean racionalizar lo irracional de sus comportamientos públicos.
Larga y decididamente, hemos venido los Colombianos enfrentando el desafío plateado en nuestra patria, a nuestro pueblo, por todos esos grupos narcoterroristas. En nuestra lucha hemos pagado, generosa y esperanzadamente, un alto costo social. Soldados y policías sacrificados; miles de niños, en cuyas almas inocentes y en cuyos cuerpos tiernos, se ha impreso con sangre la huella del dolor y la violencia; madres abandonadas, viudas y tristes; jueces inmolados en el ejercicio supremo de sus deberes; sólidas instituciones democráticas amenazadas, y en veces, puntualmente corroídas por la corruptora influencia del dinero comprometido con la droga; una privilegiada naturaleza rica en biodiversidad y fuentes de agua, desvastada por los cultivos ilícitos.
En nuestro desesperado afán por combatir la droga, hemos resuelto asperjar nuestros campos, para no continuar inermes enterrando a policías y campesinos erradicadores manuales de la planta de la coca, abatidos por las balas y las minas de los mercenarios al servicio de los barones de la droga. Ese costo lo pagamos los colombianos a favor de la humanidad.
Pero seguramente el gran daño que a nuestra sociedad le han propinado los narcotraficantes, es ese que no se mide en cifras, que difícilmente comprenden quienes no viven en nuestro suelo, pero que los Colombianos padecemos, a veces con dolor, a veces tristemente con resignación, y es el daño irreparable que le han asestado al tejido social, ocasionando la descomposición de muchos de los valores familiares y comunitarios que durante siglos le sirvieron a nuestra patria para resistir los embates del destino.
Hemos permanecido siempre decididos y combativos, asumiendo los retos y amenazas, conjurando las audacias y locuras del narcoterrorismo, controlando cultivos y operaciones ilícitas asociadas con el narcotráfico colaborando con las naciones y organizaciones internacionales en la cruzada universal contra el crimen organizado. En eso estamos, y en eso vamos a continuar con persistencia y vocación de victoria. Si durante mucho tiempo nos sentimos huérfanos en nuestra lucha, hoy reconocemos que comenzamos a sentir la comprensión del mundo civilizado. Pero necesitamos mucho más. Liderada por la Vice-Presidencia de la República, lanzamos en Londres a finales del año pasado, una esperanzadora campaña, que bajo el nombre de “Responsabilidad Compartida”, aspira a generar una conciencia colectiva alrededor de la gravedad del problema y de la urgente necesidad de aunar entre todos recursos y esfuerzos en procura de liberar al mundo del yugote las drogas. Hoy queremos hacerlo nuevamente ante ustedes a fin de que ella se enmarque dentro de los lineamientos de Naciones Unidas. Tiene dos destinatarios finales: los países y los consumidores. A los primeros les corresponde contribuir con la logística que demanda una empresa de esta envergadura. Los segundos, esto es los consumidores, deben saber que por cada dosis de cocaína que inhalen, en Colombia hay una vida en vilo, un árbol menos, un paisaje depredado. Las múltiples manifestaciones de buena voluntad que hemos escuchado a lo largo de este foro, nos alientan a pesar de que no estamos equivocados frente a la solidaridad mundial y que solo hace falta que en futuro inmediato se concreticen los recursos y se formalicen los aportes, pero creemos que aún estamos lejos de provocar una verdadera conciencia del daño que se hacen quienes de manera ocasional o de forma permanente ingieren cocaína. Hacía ellos debemos encaminar los esfuerzos y las nuevas estrategias.
Mientras la sociedad no sancione sin timideces el consumo; mientras el uso de anfetaminas no pierda el carácter de status social que en ciertas capas de nuestra sociedad tiene; mientras nuestros jóvenes continúen adulando a aquellos intelectuales y artistas que con olímpico desdén hacen de su adicción a la droga una conducta imitadora; mientras de la ambición sin límites, del enriquecimiento prematuro y del afán desmedido por las cosas materiales resulten los impulsos de la acción ciudadana, en vano seguiremos enloquecidos buscando un camino de luz en el filo de la desesperanza.
Debemos llamar la atención de los Estados, que en ejercicio de un malentendido “libre desarrollo de la personalidad” sienten una especie de repulsión a adoptar las medidas de choque, necesarias para evitar la proliferación del consumo. Por ello discrepamos, con el debido respeto, de las “salas de consumo” y lo que es peor, de la legalización de la marihuana, que en su sano propósito de morigerar las consecuencias de la drogadicción, pueden estar enviando un mensaje equivocado sobre una supuesta tolerancia o permisividad del estado frente al consumo de sus ciudadanos.
De la misma manera, queremos hacer un llamado fraternal a nuestros hermanos Bolivianos, para que desistan de su empeño de legalizar el cultivo de la hoja de coca. La fuerza de la raza de los indígenas bolivianos, al igual que la fuerza de la raza de todos los indígenas suramericanos, no dependen de la coca, ni su cultivo ni su uso son elemento fundamental de su idiosincrasia. Nuestros indígenas, orgullo de todos los latinoamericanos, son mucho más que coca. Sus valores ancestrales, su enconizada defensa de su cultura unida al insobornable respeto por sus antepasados y sus tradiciones, los hacen aparecer ante los ojos del mundo como una raza de seductora importancia en el contexto antropológico de nuestra historia. Entonces, ¿porqué empequeñecerla con el manido cuento de la coca?.
Nuestro Premio Nóbel de literatura, Gabriel García Márquez, relata como a la llegada de los conquistadores, uno, de nuestros aborígenes se aterrorizó y corrió despavorido al ver reflejada su propia figura en un espejo. Los Colombianos hace tiempo decidimos, no romper el espejo, pero no para dejar de ver nuestra dura realidad, sino para limpiar nuestra cara, con la ayuda de las naciones amigas, para borrar definitivamente de ella toda mancha de narcotráfico, y poder así, apreciar y mostrar, en toda su plenitud, la lozanía, la inmensa belleza espiritual, y la gran fortaleza institucional, del pueblo todo de Colombia."